Excerpt from the Novel Radiana
Irma era mucama en casa del profesor Melmoth. Era curiosa, le preocupaban las cosas de la vida y se dejaba llevar, a falta de respuestas, por las habladurÃas. Que son al menos un ensayo de respuesta colectiva. Las habladurÃas, en su caso, no la llevaron a la puerta de la casa del doctor Lázaro Salvo que, ya a esa hora, estarÃa caminando por la sala y caminando por la sala, ida y vuelta. Las habladurÃas la llevaron a la puerta que daba a las escaleras que bajaban al sótano, guiada por la pista de un reguero de suciedad que barrÃa con una escoba. Cuando llegó a la mitad de la escalera, se apoyó contra la pared para tomarse un recreo. Entornó los ojos cuando vio un rayo de luz que se filtraba debajo de la puerta del laboratorio del profesor Melmoth. Y también a través de la cerradura que parecÃa una mezquita al proyectarse en la oscuridad. Cedió a la curiosidad que iba y venÃa como un rayo. SentÃa relámpagos en la cabeza.
Se inclinó al llegar a la puerta blindada de acero. La cerradura era grande. Irma miró a través de la cerradura. Irma tenÃa cara de camello. Y vio. Melmoth caminaba de la mano. De la mano de quién. De la mano de la mano. ParecÃa mentira y era cierto. Caminaba de la mano de la mano y no habÃa forma de negarlo, pero tampoco habÃa otra forma de decirlo. Aunque cuando uno camina de la mano, lo hace porque hay alguien a quien la mano pertenece, este no era el caso. Aunque cuando uno camina de la mano, camina de la mano de alguien, sus ojos no le daban la razón Por eso se los frotó hasta que le dolieron, contó hasta tres y entonces volvió a abrirlos, y vio, una vez más, que Melmoth caminaba de la mano de una mano. Una mano que probablemente habÃa sido de alguien. Era una mano hecha de huesos, el esqueleto de una mano. Y además Melmoth, que siempre andaba contrariado, parecÃa contento.