El teléfono sono una mañana de domingo y tuve que arrancarme de un sueno de lápida para atenderlo. La voz solo dijo Mariana, en un susurro débil y ansioso, coma si esto hubiera debido bastarme para recordarla. Repeti el nombre, desconcertado, y ella agrego su apellido, que me trajo un recuerdo remoto, todavia indefinido, y luego, en un tono alga angustiado, me recordo quiên era. Mariana B. La chica del dictado. Claro que me acordaba. ?Habian pasado verdaderamente diez anos? Si: casi diez anos, me confirmo, se alegraba de que yo viviera todavia en el mismo lugar. Pero no parecia en ningun sentido alegre. Hizo una pausa. ?Podia verme? Necesitaba verme, agregó, como si hubiera equivocado el verbo, con un acento de desesperacion que alejó cualquier otro pensamiento que pudiera formarme. Si, par supuesto, dije algo alarmado, ?cuândo? Cuando puedas, cuanto antes. Miré a mi alrededor, dubitativo, el desorden de mi departamento, librado a las fuerzas indolentes de la entropia y di un vistazo al reloj, sobre la mesa de luz. Si es cuestión de vida a muerte, dije, ?qué te parece esta tarde, aqui, por ejemplo a las cuatro? Escuchë del otro lado un ruido ronco y una exhalación entrecortada, como si contuviera tin sollozo. Perdon, murmuró avergonzada, si: es de vida o muerte, dijo. No sabës nada, ?no es cierto? Nadie sabe nada. Nadie se entera. Parecio coma si estuviera otra vez por romper a llorar. Hubo un silencio, en el que se recompusa a duras penas. En voz más baja, como si le costara pronunciar el nombre, dijo: tiene que ver con Kloster. Y antes de que pudiera preguntarle nada mãs, como si temiera que pudiera arrepentirme, me dijo: A las cuatro estoy allá. Diez anos atrás, en un estüpido accidente, yo me habia fracturado la muñeca derecha y un yeso implacable me inmovilizaba toda la mano. Debia entregar en esos dias mi segunda novela a la editorial y solo tenia un primer borrador manuscrito con mi letra imposible, dos cuadernos gruesos de espirales acribillados de tachaduras, flechas y correcciones que ninguna otra persona podria descifrar. Mi editor, Campari, después de pensar un momento, me habia dado la solucion: recordaba que Kloster, desde hacia algun tiempo, habia decidido dictar sus novelas, recordaba que habia contratado a una chica muy joven, una chica al parecer tan perfecta en todo sentido que se habia convertido en una de sus posesiones más preciadas.
–Y por qué querria prestármela –pregunté, todavia temeroso de mi buena suerte. El nombre de Kloster, bajado de las alturas y aproximado a mi con tanta naturalidad por Campari, a mi pesar, me habia impresionado un poco.
–No, estoy seguro de que no querria prestártela. Pero Kloster está fuera de la Argentina hasta fin de mes, en una de esas residencias para artistas donde se recluye cada tanto. No llevó a su mujer, asi que por propiedad transitiva no creo -me dijo con un guino-, que la mujer le haya dejado llevar a su secretaria. Llamó delante de mi a la casa de Kloster, hablo durante un par de minutos con la mujer, escuchó con aire resignado lo que parecia una sucesión de quejas, esperó con paciencia a que ella encontrara el nombre en la agenda, y copio finalmente un nümero de teléfono en un papelito.
–Se llama Mariana -me dijo-, pero mucho cuidado: ya sabés que Kloster es nuestra vaca sagrada: hay que dovolverla a fin de mes, intacta.
La conversacion, aun tan breve, me habia dejado ver, como por una grieta imprevista, algo de la vida clausurada, privadisima, del unico escritor verdaderamente silencioso en un pais en que los escritores, sobre todo, hablaban. Al escuchar a mi editor habia ido de sorpresa en sorpresa. ?Kloster, el terrible Kloster, tenia entonces una mujer? ?Tenia algo incluso tan impensado, tan detinitivamente burgués, como una secretaria? (continua)