Perdiendo velocidad
Tego se hizo unos huevos revueltos, pero cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz de comérselos.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Tardó en sacar la vista de los huevos.
—Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy perdiendo velocidad.
Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como esperando mi veredicto.
—No tengo la menor idea de qué estás hablando —dije—, todavÃa estoy demasiado dormido.
—¿No viste lo que tardo en atender el teléfono? En ir hasta la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes… Es un calvario.
Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el clamor. Las cortinas aterciopeladas se abrÃan y Tego aparecÃa con su casco plateado. Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y metÃa su cuerpo delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedÃan silencio y todo quedaba en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran los paquetes de pochoclo y alguna tos nerviosa. Sacaba de mi bolsillo los fósforos, que llevaba en una caja de plata que todavÃa conservo. Una caja pequeña pero tan brillante que podÃa verse desde el último escalón de las gradas. La abrÃa, sacaba un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento todas las miradas estaban en mÃ. Con un movimiento rápido surgÃa el fuego. EncendÃa la mecha. El sonido de las chispas se expandÃa hacia todos lados. Yo daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible pasarÃa —el público atento a la mecha que se consumÃa—, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y brillante, salÃa disparado a toda velocidad.
Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se movÃa por la cocina usando las sillas y la mesada para ayudarse, parando a cada rato para descansar, o para pensar. A veces simplemente suspiraba y seguÃa. Caminó en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo.
—Yo sà creo que estoy perdiendo velocidad —dijo.
Miró los huevos.
—Creo que me estoy por morir.
Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para hacerlo rabiar.
—Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno mejor sabe hacer —dijo—. Eso estuve pensando, que uno se muere.
Probé los huevos pero ya estaban frÃos. Fue la última conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos torpes hacia el living, y cayó muerto en el piso.
Una periodista de un diario local viene a entrevistarme unos dÃas después. Le firmo una fotografÃa para la nota, en la que estamos con Tego junto al cañón, él con el casco y su traje rojo, yo de azul, con la caja de fósforos en la mano. La chica queda encantada. Quiere saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo especial que yo quiera decir sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir hablando de eso, y no se me ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo de tomar.
—¿Café? —pregunto.
—¡Claro! —dice ella. Parece estar dispuesta a escucharme una eternidad. Pero raspo un fósforo contra mi caja de plata, para encender el fuego, varias veces, y nada sucede.
Perdiendo Velocidad
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04/21/2021: Samanta Schweblin Translations in Specimen
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